El escepticismo popular respecto a la política y a los políticos

“La gente común y corriente está harta del sistema político tradicional y quiere cosas nuevas, quiere cambios, quiere nuevas formas de hacer política, quiere una política sana, quiere transparencia y participación, quiere recuperar la confianza.”  

Marta Harnecker

Por: Roberto Candelaresi

ESCEPTICISMO Y POLÍTICA

Introduciéndonos en el tema, debemos decir que las palabras «escéptico» y «escepticismo» son usadas con variados significados en la actualidad, ignorando usualmente que el concepto goza de una tradición filosófica que viene desde la antigua Grecia.

Por eso sostenemos que en POLÍTICA, muchas personas hoy pueden ser escépticas sin reconocerse como tales. El escepticismo no es bueno ni malo per se, desde la perspectiva subjetiva puede ser incluso tan sano como cualquier representación dogmática que tantos individuos defienden en la política contemporánea. 

Digamos también que, tantas marchas y contramarchas ideológicas que padecemos los latinoamericanos particularmente, por la sucesión de administraciones gubernamentales de signos opuestos, forma una dinámica que no permite asentar un modelo económico y social, donde la población se proyecte con razonabilidad, y lo peor, por ciertas recetas aplicadas en función de erróneos diagnósticos, el deterioro de la condición social general se hace evidente, lo que lleva a parte de la ciudadanía a la desafección y el escepticismo respecto de la Política, al menos acerca de las aplicadas hasta la fecha.

Como ejemplos concretos, podemos citar la percepción general respecto del aparato judicial del sistema, en que se ve a jueces y fiscales no como un servicio público que se deben a la sociedad, sino como una caja negra donde se sospecha que los poderosos quiebran la garantía efectiva del principio de igualdad ante la ley ( pilar fundamental del estado de derecho).

En esa línea, hay estudios de campo que evidencian el amplio escepticismo y desconfianza respecto de la aplicación y efectividad de la legislación que aspira a controlar cualquier abuso monopólico en el mercado, donde consumidores y usuarios se sienten normalmente desprotegidos, y esa sensación es lastimosamente hasta socialmente naturalizada.

Abundando en lo teórico, digamos que resurge la doctrina escéptica  sustentada ontológicamente en la eterna duda y la carencia de una verdad irrefutable. Este pensamiento provoca quietud y disuelve la discusión ya que nada parece definitivo y todo puede ser. Una prueba práctica de ese pensamiento aún se experimenta con una porción de la población está escéptica de la existencia de la nueva variante del coronavirus y no asume los protocolos sanitarios aconsejados.

Asimismo, digamos que en el ámbito político y en el periodismo “especializado”, la desconfianza generalizada y el cinismo disfrazado de pensamiento crítico que invita a no creer nada, dañan más a la DEMOCRACIA que la desinformación. En efecto, en estos tiempos en que circulan tantas noticias falsas, a veces los intentos (justos y bien intencionados) por contradecirlas y paliar sus efectos, generan la enfermedad del  escepticismo generalizado como un mal de época, cuando el resultado en la percepción popular es “TODOS MIENTEN”.

De esa suerte, una primera ‘clasificación’ de escépticos que podemos ensayar sería la que divide entre el ciudadano escéptico-antisistema que centra su crítica en los principios democráticos, y el ciudadano escéptico-alienado critica a ‘la política’ en general.

La labor opaca de las instituciones y acuerdos entre dirigentes políticos en ámbitos cerrados (a ojos de la ciudadanía de a pie), da base a la percepción para muchos de que la política es un lastre para la sociedad, a la que ven como manifestación de mezquindad y ambición de poder de unos cuantos involucrados. Este sentir funda a su vez la crisis democrática actual.

“La respuesta a tal credulidad y fe seductora es el sano escepticismo, ese que cuestiona la información, que pone todo en duda pues busca certezas, que promueve inquietudes, en definitiva, aquél de la Grecia clásica“.

Por otro lado, tenemos a una importante porción de la sociedad que cree cualquier cosa, aceptando información sin filtro, confundiéndola con conocimiento. Un automatismo fatal para la conciencia social y política. Una carencia de control propio al no disponer de criterio para distinguir los contenidos de todas las esferas de la vida social. Entre la negación y la confianza debe mediar un PROCESO RACIONAL. Administrar entre la credulidad y el escepticismo en el escenario personal como social es la cuestión.

A propósito de la credulidad, digamos que incluso en países “desarrollados” si bien ya se verificó –en general– el fin del dominio de las religiones y el pensamiento mágico, es evidente la simplicidad e ingenuidad de mucha gente, incluso entre ‘instruidos’, tan permeables a los medios, las redes y foros; nuevas tribunas con nuevos y viejos dogmas. También en nuestras latitudes se da esta peligrosa tendencia en muchas personas de ser ‘tuteladas’. Comprometida enajenación por debilidad de voluntad, que insita a cualquier totalitarismo.

La respuesta a tal credulidad y fe seductora es el sano escepticismo, ese que cuestiona la información, que pone todo en duda pues busca certezas, que promueve inquietudes, en definitiva, aquél de la Grecia clásica. El que en definitiva, inmuniza contra los poderes de influencia y ‘adormideras’ del sistema. Blinda al sujeto frente a información interesada y sin compromiso democrático.

A diferencia del crédulo que toma la información sin precaución intelectual ni actitud de autodefensa, porque sin juzgarla la sobrevalora, al creerse ‘bien informado’. El escéptico de cuño clásico, dirá que no solo debe dudarse, sino que el peligro de la información que circula –en esta época de sobreinformación o infoxicación– , es más bien lo que se oculta siendo parte sustancial de la realidad, que la inexactitud o falsedad de las noticias emitidas. El “silenciamiento” es la mayor de las mentiras. ¿Qué agenda se prioriza e impone?.

Si se me permite una digresión: la prudente actitud del escéptico en torno a la realidad, se asemeja al historiador que aborda un hecho del pasado, al que solo puede acceder a través de relatos y otras fuentes escritas (y documentales). El sabe que la historia antes de considerarse una ciencia social [averigua, conoce, explica y divulga] era en general, una narrativa de farsas, de ficción. Descomunales falsificaciones a conveniencia de algunos dogmas. Leyendas.

El buen historiador, si recurre fabulando a la interpretación de los sucesos para rellenar  vacíos, hace lo mismo que los medios que contaminan la autenticidad de los hechos mezclano información con opinión.

La vacuna contra el engaño es el escepticismo sano (racional) para la Democracia insatisfecha. Ese escepticismo que es base de honestidad intelectual, tal vez madurado con desencantos, pero no es un fatalismo que conduce a la INDIFERENCIA como el escepticismo indolente y ácrata. Se trata de una actitud de búsqueda de razones y certezas humanas, preocupado por el mundo, no encimismado en su egoísmo negador.

EL ESCEPTICISMO CLÁSICO Y MODERNO COMO PRECURSORES DE LAS TEORÍAS POSTMODERNISTAS

Desde el punto teórico, algunas reflexiones posmodernas acerca del escepticismo, son en realidad una actualización del pensamiento clásico (helenístico), que trataba de dar cuenta del relativismo, el oportunismo ideológico y el conservadurismo político con que los antiguos escépticos pensaban de la política, y de sus dirigentes. Descriptos como ciudadanos desilusionados con las doctrinas revolucionarias [que cambien el orden de las cosas] y los sistemas filosóficos de supuesta validez universal, implica que derivan a una tendencia anti dogmática que cuestiona todo lo conocido, en el campo que sea y esto, filosóficamente es positivo, porque promueve el continuar indagando para llegar al “conocimiento verdadero”.

Sin embargo, en la esfera política, el principio de “todo vale” se vuelve un lema conservador: si (por el relativismo de valores dominante) todas las opciones son tan buenas o tan malas como cualquier otra, uno tiene a regirse por el orden existente como el mal menor. En su discurso, al escéptico lo reconocemos porque como dice Bobbio, no es lo mismo ser escéptico que tolerante, aquél se manifiesta como que no le importa cual idea triunfa.

La realidad es que para empeorar esa actitud, amén de la pandemia que congeló muchas acciones colectivas, en las campañas de los partidos, se observa cada vez una menor presencia de ciudadanos en reuniones (mitines), por lo que los partidos políticos, – además seducidos por nuevos medios de comunicación que llegan a todos– adoptan otras formas de propaganda electoral (sin mucho esfuerzo por convocar las participaciones plenarias o asamblearias).

Muchos dirigentes políticos, hoy especialmente lo notamos en la oposición, basan sus campañas señalando supuestos errores del resto, especialmente de quien gobierna. Son campañas de descalificación, y destrozan mediáticamente toda propuesta ante el electorado aún antes de conocerla con una mínima profundidad. Por otra parte, en muchas intervenciones públicas para captar el voto, cierta clase política rehúye con las críticas ‘al otro’, el enunciar que harán, como lo llevarán a la práctica, plazos y de donde provendrán los recursos. Y cuando lo hacen, suelen alejarse del REALISMO y proponer utopías (que como visión a futuro no está mal), pero en el sentido de que en la actualidad son inviables.

Eso causa cierto hartazgo en muchos individuos, pero sobre el sistema en general, formándose una idea de lo fútil e inoperante que resulta la democracia. Para otros en tanto, aquellos adeptos ya a una postura política, le dan vueltas a la evidencia hasta que encaja con su forma de ver las cosas y luego reciben un  especie de “discurso con dopamina” que sirve para reforzarlas. Decía David Hume que somos esclavos de nuestras pasiones, el fanatismo siempre está a flor de piel.

David Hume, filósofo, historiador, economista y ensayista nacido en el siglo XVIII en Escocia.

He aquí tal vez una clave para caracterizar el clivaje que se conoce como grieta; existen pesimistas optimistas, unos militantes de la desconfianza sobre el sistema y sus dirigentes (curiosamente apartando a los propios líderes de la “casta política”) y, los otros, que militan el CAMBIO que es siempre posible, y éste se decide en la arena política.  

En lo que sí parecen congeniar, mas allá de las actitudes esencialmente diferentes frente a la tecnología y a la globalización, es que ambos grupos de individuos –especialmente los jóvenes– son escépticos respecto a las instituciones existentes. Entienden que la democracia representativa ha colapsado y ven el potencial creativo de la disrupción.

Los experimentados en las lides de la discusión política, proponen modificar el sistema existente esperando que surja algo mejor, pero con reminiscencias de buenos tiempos pasados, estables e incluyentes humanitariamente hablando.

Otros, más inclinados a los avances tecno-científicos, cree que la tecnología debe transformar la política y las instituciones, como ya modificó los sistemas de taxis, el alojamiento o los diarios antes impresos. Asumen que eso es el siglo XXI, los avances en las TICs, la inteligencia artificial asistiendo al manejo de las cosas, etc., pero afirman que el sistema político no ha evolucionado desde el siglo XVIII y XIX”, es decir, su existencia antecede y en mucho, las redes sociales, los medios de comunicación, el comercio electrónico, etc.

Su propuesta –que no deja de ser de sesgo tecnocrático, y ciertamente no siempre enunciada en público– es eliminar o minimizar las burocracias, los intereses ‘especiales’ y, hasta los “decadentes” partidos políticos. Pretenden que el gobierno sea muy ágil, y la gente podrá votar por agendas e ideas específicas, y no por un partido político. Cuando se generaliza así, y se trata de anular la pluralidad que significa la permanente compulsa entre identidades e intereses disímiles en la arena, todo en pro de una política más descentralizada, abierta e inmediata (para atender las demandas de la ciudadanía, de sus problemas cotidianos) ya que los ciudadanos podrán votar “por agendas e ideas específicas”, estamos, me parece, frente a un intento de cancelación de las IDEOLOGÍAS y cuando eso ocurre, es porque en realidad UNA DE ELLAS PREVALECE.

Cuando se ensaya una fundamentación de estas tesituras, se referencia a la Crisis de Representación que se vive (ciertamente un rasgo generalizado en todo el orbe), ya que muchos de los que llegan al poder, se conducen (y votan) de acuerdo con sus propias preferencias, no las de los votantes que los colocaron allí. Como solución, existen propuestas para que los nuevos representantes utilizaran Internet para consultar a sus electores antes de cada voto parlamentario, asegurando así que realmente sea una voz para sus votantes (representación precisa).

Estas propuestas no se basan ni en elecciones ni en referendos, como la democracia directa (o representativa), sino lo que llaman “democracia líquida” (un sistema que combina lo mejor de ambas). Son respuestas al socialismo para los ricos y el capitalismo para los pobres que existe. La falta de distribución equitativa de la riqueza a nivel global. Reclamos reales, tanto de jóvenes como mayores, que el sistema tiene que procesar antes de sucumbir, si el escepticismo de un signo y otro sean mayoritarios. 

TRATANDO DE EXPLICAR EL ESCEPTICISMO POPULAR

Paradójicamente, en los regímenes democráticos actuales, donde rige el principio fundamental de la soberanía popular (expresada por el voto periódico), la efectividad de las políticas impulsadas por sus gobiernos electos, son muchas veces condicionadas por o limitadas por órganos judiciales, comenzando por la Corte Suprema, que son de carácter permanente, no electos popularmente, por lo que no se sienten sujetos a los cambios electorales ni a sus resultados.

Se puede decir que cuando tal situación de condicionamiento  ocurre, donde se contravienen incluso decisiones de gestión eminentemente de criterio político de las autoridades electas, estamos frente a una DEMOCRACIA CONTROLADA, cuyos controladores no se someten a ningún mecanismo democrático (lo que filosóficamente plantea una contradicción mayúscula). No existe –como a diario se puede apreciar– la aparente neutralidad y despolitización, sino una forma de hacer política de la clase dominante, de la cual la magistratura es socia dilecta.

Sabido es (lo hemos tratado en estas columnas), que hay mecanismos de elaboración del consenso perfeccionados, la mayoría de los cuales están en posesión de las élites,  que condicionan en alto grado la forma en que la gente percibe la realidad. La única explicación por la adhesión masiva que han logrado partidos conservadores que en verdad solo defienden intereses minoritarios (PRO, fuerzas liberales, y otros aliados), y no solo de gente autopercibida como “clase media aspiracional”, sino incluso sumando individuos de la clase trabajadora y pobre. 

Sumemos otros elementos que pretenden explicar el escepticismo reinante; la apropiación por parte de la derecha para su discurso, de cierto lenguaje que siempre perteneció al progresismo y a partidos populares. Esto confunde a incautos y cándidos de la política. Pero, también la propia actitud –tanto en el discurso, cuanto en la acción–  más moderada, mas “centrista” de otroras partidos revolucionarios, o por lo menos reformistas, decepcionan y generan en antiguos seguidores igual escepticismo.

Gran parte de la comunidad hoy rechaza las prácticas partidarias clientelistas, poco transparentes, cuando los dirigentes partidarios solo se acercan al territorio en momentos electorales, se ven involucrados en luchas intestinas menores, y que las bases nunca son consultadas para las decisiones generales que adoptan en soledad las cúpulas partidarias. Especialmente cuando las palabras (promesas) no se traducen en actos.

CONCLUSIONES

Como hemos visto, no hay un solo escepticismo; además de la doctrina filosófica que considera que no hay ningún saber firme, ni puede encontrarse ninguna opinión segura, tributo muy importante para el asunto del conocimiento, existen variadas actitudes motivadas por el recelo, la incredulidad o la falta de confianza en la verdad de ciertos discursos o sobre la eficacia de la política. Desde el sujeto que desconfía porque así le han indicado, hasta el escepticismo de la prudencia intelectual, del necesario juicio crítico de otros.

Nuestra motivación que pretendimos plasmar en este modesto artículo, está vinculada con los ciudadanos que se autorreferencian con el campo nacional y popular, y hemos tratado de señalar –con la inestimable guía de la extinta Dra. Harnecker– algunos de los motivos que  justifican el escepticismo en sus filas, sensación que la dirigencia deberá atender prontamente so pena de perder porciones de electorados desencantados, que sin pasarse a la oposición, restarán sin embargo, invalorable apoyo a la gestión del su electo gobierno.

Una de las claves para recuperar la confianza en el pueblo militante al menos, es –además de la transparencia– la participación, que no es lo que le ofrece el sistema político tradicional. Su ausencia es la creciente decepción de la política y de los políticos, lo que es temerario como dijimos más arriba, para los partidos populares que deben sostener estructuras partidarias, único instrumento político para llegar y sostener poder, a diferencia de la derecha que cuenta con instituciones y organismos de poder permanentes, y solo cumplen las formalidades de las coaliciones y partidos.

Frente a los cambios del mundo, donde la globalización impone su fase mas deshumanizada del capitalismo reciclado, la izquierda en general, el movimiento popular o el progresismo, no tienen una propuesta alternativa muy diferenciada, aggiornada a la nueva realidad. Por ejemplo la nueva revolución tecnológica trajo nuevos desafíos a la ya fragmentada (por sucesivas crisis) clase trabajadora. A veces ocurre que hay diagnóstico en exceso, pero la terapéutica no se halla. Eso es navegar sin brújula.

Hay que abocarse a lo práctico, a solucionar lo cotidiano. Despreciar las estructuras partidarias permanentes NO PAGA. Magnificar ciertas luchas ideológicas contra la globalización neoliberal o abocarse solo a reivindicar minorías como agenda progresista exclusiva tiene pretensiones de épica, pero lo que se consigue (por la ímproba tarea) es la dispersión de los simpatizantes, que terminan con escepticismo respecto a las más necesarias y pedestres políticas públicas estatales necesarias para la coyuntura.

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